Las nueve campanadas resonaron en toda la estancia. Este era el momento en el que mamá iba tras los niños para dormir. Esa media hora en que se ponían los pijamas, cepillaban los dientes y finalmente entraban a la cama, se complementaba con risas, abrazos, amables despedidas y buenos deseos para una feliz noche.
Los niños crecieron y el mayor quería una habitación para él solo. Para que la transición fuera más fácil para el más pequeño, dejaron al más grande en el cuarto de siempre y mudaron al menor a la habitación frente al cuarto que ellos ocupaban; una recámara grande que hasta ese día había servido para alojar visitas.
Las nueve campanadas sonaron y se escucharon hasta la planta superior. El niño, sentado en una de las camas gemelas de su nueva habitación, vio pasar a su hermano hasta la estancia que habían compartido antes y oyó el cerrar de la puerta. En compañía de su madre se lavó los dientes, se despidió de su padre y se metió bajo las cobijas.
- Dulces sueños –se despidió su madre y apagó el interruptor.
La luz de las calles entró por la ventana. Todo lo que ahí había, desde el mobiliario hasta sus pertenencias, mismas que ahora le resultaban ajenas, todo se delineaba entre la oscuridad por el tenue resplandor de la iluminación. De entre todos los objetos que aborrecía, la cama junto a la suya, aquella cama situada a la izquierda y junto a la ventana, era la que enfatizaba lo solo que se encontraba. Como ése, muchos pensamientos cruzaron su mente hasta que sus párpados cedieron al peso del sueño.
El vibrar de dos campanadas lo trajo de vuelta en sí. Sabía que acababa de despertar y, sin la necesidad de espabilarse, como entre semana, se acurrucó hacia su derecha para volver a dormir.
Sonaron tres campanadas y exhaló profundamente. La sensación de incomodidad por haber permanecido en la misma posición le motivó a moverse; inhaló para cambiar su postura y en ese instante supo que no estaba solo. La sensación de que había alguien más en la recámara le hizo abrir los ojos, los cuales cerró nuevamente por el miedo. Un ruido proveniente de la otra cama inundó de angustia al niño, el sonido era tenue pero constante. Sin saber a qué atribuirlo, asoció el sonido al que hace un cuerpo contra las cobijas… algo o alguien le hacía compañía en la habitación, estaba en la cama junto a la suya, echado.
El niño apretaba las cobijas con sus manos y contra sí mismo, esperando protegerse con ellas. Cuando creía que ya la situación era demasiado, otro ruido le congeló la sangre: una respiración. La inhalación fue larga, durante cada fracción de segundo sintió la vibración profunda de un escalofrío bajando por su espina dorsal. La presencia exhaló y emitió un gruñido que logró que las lágrimas salieran por los ojos fuertemente cerrados del niño.
Mentalmente rezó, rezó y rezó pidiendo estar dormido, que todo fuera una pesadilla; sin embargo, el calor que habían dejado las lágrimas en su rostro le indicaban que estaba despierto y a merced de lo que ocupaba esa recámara.
Otro ruido. Cuando creyó que ya no podía haber algo que superara la situación que atravesaba, sucedió lo que temía. El movimiento que distinguió esta vez no fue un movimiento casual, sino aquel que lleva un impulso, un movimiento determinado contra la ropa de cama y que por el rechinar del colchón sólo significaba una cosa: la presencia se había sentado en la cama, viendo de frente hacia donde el niño pretendía dormir. Si la respiración distingue a un cuerpo inerte de otro con vida, el niño bien podría haber dejado de vivir en ese instante. La actividad del diafragma se detuvo y como si todos sus sentidos se aguzaran, adivinó el momento exacto en que aquella presencia estiró la mano para tocar el borde de la cama donde él estaba. Sintió el contacto de esa mano contra sus sábanas y escuchó el roce de la piel áspera al recorrer la colcha que le servía al niño de protección.
La acción de la fuerza hizo que el niño se moviera sobre su costado y se ladeara a la izquierda. Cuando el niño abrió los ojos, vio contra la pared cómo una sombra encorvada se erguía justo cuando sintió que la presencia retiraba su mano de la cama. La figura se enderezó y se corrió hacia atrás, tronando los huesos de la espalda y elevando dos garras al cielo que se perdieron en la oscuridad del techo y que, en fracciones de segundo, asumieron la postura de alguien que va a lanzarse sobre su presa.
El ambiente se llenó de las cuatro campanadas. Escuchó un rugido detrás de él y también su propio grito. La sombra en la pared se impulsó rápidamente y todo se volvió obscuro. Su grito agudo desgarró el silencio, rebasando incluso la gravedad sonora de aquel rugido que se abalanzó velozmente hacia su cara cubriéndola de un tibio vaho que lo envolvió y del cual, instantáneamente, el tacto de las manos de su madre lo arrebataron e hicieron que volviera a respirar.
El niño se abrazaba a su madre temblando, cubierto en sudor y chasqueando los dientes. Primero llegó su padre a la habitación y después su hermano; aunque las voces lo aturdían le ayudaban a volver en sí. Su madre lo cargó y se dirigió a la salida. Entonces le preguntó:
-¿Qué hiciste en la otra cama? –al salir de la habitación el niño pudo ver, por encima del hombro de su madre, que el lecho junto a la ventana estaba destendido, y sobre la almohada, se adivinada el peso de alguien que claramente había dormido en ella.
¡Es hora de dormir sobrinos! Dulces sueños.
@TiaToncha
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